domingo, 12 de junio de 2011

Republicano

El Libertador de medio continente americano, el  revolucionario por la Independencia de nuestros pueblos se expresa en la intransigencia patriótica, la condena al despotismo colonial, el odio a quienes oprimen a la nación americana, la valentía política y la honradez a toda prueba; lo que servirá de estímulo para que exista y perdure, además, una conciencia nacional sólida. Esta posición ética se ha de asumir en la lucha por la liberación nacional, en especial, en lo relativo al sacrificio personal, la satisfacción por el deber cumplido (aunque no sea reconocido), el anteponer a los intereses particulares los intereses del pueblo y trabajar activamente cada día por consolidar la democracia y la independencia nacional.

Suprime de hecho todo gobierno de los patriotas que no sea militar. Proclama que solo el pueblo es soberano, difunde las ideas de patria y libertad, independencia y república.

El 17 de diciembre de 1830 moría en Santa Marta,  rodeado de muy pocos amigos, sin propiedades ni lujos y alejado del poder político, al que consagró sus mejores veinte años de existencia, su tranquilidad  como hombre y su  fortuna como hacendado, el Libertador de Colombia, la grande. A los 47 años, y cuando se encontraba cadavérico, desengañado del poder y proscrito de las dignidades que da la gloria, aquel hombre que enseñó a luchar contra las dificultades y los imperios solo pedía una cosa para morir pobre pero tranquilo: que se conservara la unidad y la integridad territorial de su patria. Esa gran república colombiana que él mismo ayudó a liberar y construir, con sus 2'300.000 kilómetros cuadrados, bañados por dos mares y en los que habitaban sin recursos cerca de tres millones de habitantes. Aquel inmenso país que en realidad eran cuatro países, ubicados en  la zona más estratégica de América, fue el sueño de aquel moribundo, y solo él pudo haberlos gobernado: Panamá, Venezuela, Colombia y Ecuador.
Simón Bolívar moría como un fracasado que, mientras deliraba verdades, decía: "Vámonos, vámonos: aquí no nos quiere nadie". Moría como el más grande derrotado de la historia americana, como si su vida de unidad continental hubiera sido un rosario de crímenes, vejámenes y horrores, y no lo que la gloria enseña: que fue el hombre más admirado de su tiempo, un hábil escritor que le dio vida a un nuevo castellano, como Unamuno lo reconoce; lector voraz  de Voltaire en iglesias  y mejor jinete en los agrestes Andes pese a sus callosidades en el trasero, logradas dignamente haciendo la independencia; el político que forjó de la nada un ejército de desheredados y subalternos que ni indumentaria tenía, pero sí mucho coraje y osadía; un aristócrata que se volvió guerrero buscando la diosa libertad en la geografía más hostil del mundo; el republicano que desechó coronarse emperador y seguir los pasos de Napoleón Bonaparte, su antagonista; el hacendado que luchó por abolir la esclavitud y los privilegios coloniales, no importara que por hacerlo atentaran contra su vida y su gloria, como en efecto lo hicieron en aquella nefanda noche septembrina que aún duele.


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